1 de julio de 2009

Al son.


En el "Varadero" nunca hay descanso para la música. El son, los tambores, el ritmo, todo muy calentito al ritmo del mejor cubalibre de la zona.
Ese es su reclamo, para que todos los días la gente acuda allí. El boca a boca es su mejor publicidad y la sonrisa de los camareros, su tarjeta de presentación.
Apenas soy capaz de recordar quien me sugirió que me pasase por la calle Asunción aquella tarde, pero nunca olvidaré el número 36.
Desde la calle no se escucha el ritmo frenesí de los tambores ni los timbales, pero una vez dentro, la música se introduce por tus oidos y como si tuviera vida propia, te recorre por todos y cada uno de los poros de tu piel. El son te embarga y mueve tus pies. Casí sin darte cuenta, el baile termina por ser tu acompañante ideal.

El camarero era un chico de unos 18 años. Alto, extremadamente delgado y con una tez muy morena, que miraba a los clientes con unos ojos negros muy grandes, a la vez que sus manos, diestras de un oficio aprendido a fuerza de necesidad, eran independientes de sus ojos para coger todo aquello que fuese necesario en la elaboración de la bebida del cliente. Era incluso, podríase decir, relajante, ver como picaba el hielo y maceraba la menta hasta extraerle toda su esencia.

Me senté en una mesita, mientras saboreaba mi mojito. Desde la posición en la que me encontraba, me sentía un observador privilegiado. En ningún momento los ritmos cesaban. Parecía que todo se moviera al son de unos latidos de un corazón invisible. Los músicos, en su esquina particular, tocaban según les venía en gana. Ahora una canción para dejarse mecer por la pareja, ahora otra, cuyo origen podría ser el mismo infierno, por el ritmo tan tribal y brutal que se desprendía, y los bailes tan sugerentes que provocaba.

Entre las mesas, como pez en el agua, se movía la negra más negra que yo nuncá ví. A pesar de su volumen, parecía que el suelo se movía y la desplazaba suavemente por el. Aquellas enormes caderas, quizás la consecuencia de un número de partos numeroso, se iban contoneando cuan jovenzuela, mientras iba recogiendo los vasos ya vacíos. Tarareaba la letra de las canciones, y era su voz, el canto de las sirenas que, una vez lo escuchas, no puedes jamás olvidar.

(.....)

2 comentarios:

Anónimo dijo...

(...)

:)

Múaaa!!!

JuanMa dijo...

El otro día, saborenado un mojito, me acordé de esto que habías escrito :)

Un beso con sabor a ron.